viernes, 17 de mayo de 2013

IRUÑA, DONOSTI/BILBO, NEW YORK

Llego a Iruña en tren por la mañana desde Baltimore, aprovechando la diferencia horaria. Previamente he planeado mi viaje de manera que mi llegada a la estación coincida con el momento justo en el que Izas iba a pasar cerca de la misma ese día, por eso no me extraño cuando, al bajar del tren, por casualidad, la veo caminar por la calle desde la plataforma. La estación de Iruña está rodeada, o más correcto sería decir, cercada, por un gran número de automóviles viejos aparcados de forma aleatoria,  casi apilados como en un vertedero, lo cual confiere al área un aire totalmente hostil y tercermundista. Entre el asfalto de tan deprimente aparcamiento apenas hay vegetación, excepto algunas escuálidas palmeras.

Después de gritar su nombre, desde dentro de la estación, para que acuse mi presencia y no huya, corro a encontrarme con Iz y nos fundimos en un denso abrazo. He pensado decirle que la he visto por casualidad desde el tren y por eso he bajado a encontrarme con ella, pero en el último momento me doy cuenta de que es una mentira demasiado pueril, así que le digo:

-Ayer me tocó la lotería y por eso decidí de repente venir hoy a verte.
 
Empezamos a caminar hacia un parte que hay junto a la estación. Es un parque limpio y ordenado que se encuentra junto a la bahía de Hudson. Está anocheciendo. Junto a Izas hay una persona muy importante que por desgracia nunca llegué a conocer, así que, por timidez, saludo de manera no demasiado efusiva a esa persona El parque por el que estamos caminando bordea un empinado acantilado de rocas de plástico sobre el cual se alza imponente una ciudad medieval del mismo material. Las murallas se elevan por decenas de metros de altura, y sobre ellas se alzan las fantásicas torres puntiagudas de las iglesias y castillos del centro histórico; todo del mismo plástico gris, igual que las humildes casas que se apretujan sobre las empinadas callejuelas. “El centro histórico de Iruña”, me confirman.

Eso en cuanto a la ciudad que queda al oeste del parque, si bien un poco más adelante el parque que bordea la ciudadela desaparece (aunque el camino prosigue y entra en el recinto fortificado por un pórtico/túnel excavado en la roca), quedando las murallas expuestas a la percusión directa de las olas del mar.

Al otro lado de la ría, hacia el este, en la orilla contraria, queda una hermosa ciudad centroeuropea con elegantes edificios afrancesados, algunas chimeneas de ladrillo del siglo XIX y la catedral de Viena. “Donosti”, digo. “Si miras bien, comprobarás que se trata de Bilbo”-me corrigen. Miro otra vez al otro lado de la ría y compruebo en efecto que los edificios afrancesados y la catedral de Viena ya no están. En su lugar se hallan el centro Guggenheim, bosques de chimeneas y otros edificios industriales, modernos apartamentos londinenses. Tienen razón. Asiento con la cabeza y me avergüenzo de mi soberbia.

Al norte de la ciudad, la ría desemboca en la bahía de Hudson, al fondo de la cual se alzan espectacularmente los rascacielos de Manhattan, donde ya es de noche. Desde el punto donde me encuentro se contemplan simultáneamente el centro histórico de Pamplona, la ría de Bilbao, el centro de San Sebastián alternándose con el de Bilbao, el río Hudson, la Bahía de Manhattan y Nueva York. Es un espectáculo sublime y así se lo hago saber a mis acompañantes.

La otra persona que está junto a Izas me pregunta si es la primera vez que visito el País Vasco. Le digo que conocí Navarra cuando visité a Izas unos años atrás, pero que ardo en ganas de conocer las otras ciudades. Seguimos conversando en torno a ese tópico mientras caminamos en paralelo a la ría, por el parque, hacia el centro histórico de Iruña. Me alegro de haber conocido a esa persona, aunque haya sido de esta manera tan onírica y tan breve.

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