jueves, 25 de julio de 2013

SEGOVIA

Estoy en Segovia, caminando en paralelo a la muralla que rodea la ciudad vieja. Voy siguiendo a Pablo Iglesias, gran presentador de debates televisivos y sin duda el mejor contertulio de España, el hombre que siempre destroza a sus oponentes, intelectualmente hablando, con razonamiento ultradiáfano y actitud cordial, sin faltar nunca al respeto a sus adversarios. En ese momento Pablo está entrevistando a Paco, cardenal de la archidiócesis de Valladolid. Es una agradable mañana de Domenico Theotocopoulos con mucha presencia de Ra. Un equipo de televisión de dos miembros, cámara y mircrófono, sigue al presentador y al cardenal y va grabando la entrevista. Yo voy detrás de ellos sigilosamente, escuchando, observando con interés, bebiendo cada detalle del programa.

Aunque Paco es ahora un hombre viejo y arrugado, cuando niño era de la misma edad que Pablo, quien actualmente cuenta sólo 35 años de vida. Paco y Pablo eran compañeros de clase y grandes amigos en el cole, pero ahora sus edades y mentalidades han cambiado, si bien siguen manteniendo una relación cordial. Paco va vestido con sotana, báculo, está muy muy gordo y las tonalidades de su escaso pelo van del gris ceniciento al blanquecino, lo que contrasta con la pinta del joven y apuesto melenudo, con su viril cabellera aquilea.

Se detienen en un banco junto a una de las puertas de entrada a la muralla de la ciudad vieja, pero sin sentarse en el banco. Pablo Iglesias realiza una ennumeración de barbaridades ultraderechistas del tipo “los homosexuales son enfermos mentales que no deberían tener derecho a vivir”, “Es verdad que Franco mató a mucha gente pero era necesario para mantener la unidad de España” y pide al cardenal Paco que conteste sinceramente si está de acuerdo con cada una de esas afirmaciones. El cardenal responde “estoy de acuerdo” en casi todos los casos.

Casi al final empieza Pablo, de repente, a hablar en valenciano, y aunque manteniendo el  tono cordial, le dice : “Tu eras el meu amic Paco en la escola i junts fumavem porros i bevien cervessa, per aixo te´n vaig a dar un porro com quan erem joves per a que els nostres televidents puguem vore si lo aceptes o no.” Para mí sorpresa, el cardenal Paco acepta el pútrido porro con tumor y se lo guarda. “Muchas gracias, me lo fumaré este fin de semana con placer en privado”

Atravieso la puerta medieval y entro en la vieja ciudad de Segovia, donde me asombro ante el fenómeno de que, mientras que en el resto de la ciudad es una mañana de domingo estival, sólo en el interior del centro histórico es ya noche cerrada de lunes (lo que significa una diferencia horaria de más de un día en apenas unos metros). Otra anormalidad es que en el perímetro interior de la muralla hay un precioso estadio de fútbol construido sobre los restos de un anfiteatro romano: sus graderíos de negra piedra del mismo color que la propia muralla se mezclan con las torres de ésta y con los campanarios de las iglesias de alrededor en perfecta, noturnal armonía, creando uno de los ejemplos más hermosos de arquitectura onírica al que mi mente haya asistido, superando incluso el nivel de películas como “Dentro del Laberinto”

Se juega un torneo triangular de tres partes de 45 minutos entre el Oviedo (equipo local), el Deportivo de la Coruña y la selección inglesa. En los preciosos graderíos intramuros de piedra inmaterial, los hooligans venidos de Inglaterra para ver el partido se hallan dispersos por todo el estadio en grupos de varios centenares muy controlados por las fuerzas de seguridad. El 90 por ciento de estos fanáticos tienen la cara ensangrentada, algunos casi totalmente, otros sólo unas magulladuras. La mayoría están bebidos y casi todos parecen peligrosos.

Desciendo hacia el césped, cuyo fresco aroma hace que me entren ganas de ponerme a pastar, utilizando los túneles del antiguo teatro romano, que se mantienen en perfecto estado y continuo uso bajo las gradas. El partido ha terminado con victoria del Zaragoza, equipo que no jugaba, por un gol a cero. Saliendo del estadio, varios hooligans de cara ensangrentada pasan a escasos metros de mí, pero no me matan, ni siquiera me agreden, porque hay policía cerca. O quizás, porque les he ido dando las buenas noches en perfecto inglés isabelino, o mi mera interpretación del mismo, según lo recuerdo de mi época de súdbito temporal de la Corona varios siglos atrás. Finalmente, vuelvo a subir hasta más alto de la grada, ahora no por los túneles sino por las escaleras que hay entre los asientos. Desde allí arriba se ve la ciudad extramuros, donde todavía es de día.

La particularidad de la zona de extramuros contigua al estadio de fútbol, y lo que diferencia a este barrio de cualquiera de los barrios de las ciudades que he visitado hasta ahora, es la presencia de dos singulares canales que discurren por el centro de las dos avenidas principales que se cruzan en esta parte de la ciudad. Lo original de estos canales es que son piscinas municipales gratuitas al aire libre donde las familias, sobretodo lo más pequeños, disfrutan del baño dominical, mientras a ambos flancos de los mismos, en la parte de arriba, los peatones caminan por las aceras y realizan sus compras y actividades cotidianas con toda normalidad, e incluso en cada avenida hay un carril por sentido para coches.

Los canales piscina están cubiertos de teselas de cerámica blanca y azul celeste de varias tonalidades, que reverbean de manera jovial y cristalina bajo el sol de estío. Además, los edificios de alrededor, de estilo afrancesado, con buhardillas de cubiertas de tejas de color azul marino, confieren una gran elegancia al barrio, aunque como en casi todas las ciudades españolas, están mezclados a boleo con otros edificios más modernos. A dos o tres kilómetros de allí, en la falda del cercano monte, se cruza un nuevo huso horario y se accede al barrio veneciano, en donde es ahora tarde otoñal y lluviosa.

El barrio veneciano carece de canales. Consta principalmente de preciosas mansiones y chalets de estilo gótico civil repartidos por el monte repleto de pinos, aunque hay una zona que equivaldría al centro del barrio en la que los edificios están un poco más concentrados.

(A Renaud Gilbert de Montmartel)


viernes, 17 de mayo de 2013

IRUÑA, DONOSTI/BILBO, NEW YORK

Llego a Iruña en tren por la mañana desde Baltimore, aprovechando la diferencia horaria. Previamente he planeado mi viaje de manera que mi llegada a la estación coincida con el momento justo en el que Izas iba a pasar cerca de la misma ese día, por eso no me extraño cuando, al bajar del tren, por casualidad, la veo caminar por la calle desde la plataforma. La estación de Iruña está rodeada, o más correcto sería decir, cercada, por un gran número de automóviles viejos aparcados de forma aleatoria,  casi apilados como en un vertedero, lo cual confiere al área un aire totalmente hostil y tercermundista. Entre el asfalto de tan deprimente aparcamiento apenas hay vegetación, excepto algunas escuálidas palmeras.

Después de gritar su nombre, desde dentro de la estación, para que acuse mi presencia y no huya, corro a encontrarme con Iz y nos fundimos en un denso abrazo. He pensado decirle que la he visto por casualidad desde el tren y por eso he bajado a encontrarme con ella, pero en el último momento me doy cuenta de que es una mentira demasiado pueril, así que le digo:

-Ayer me tocó la lotería y por eso decidí de repente venir hoy a verte.
 
Empezamos a caminar hacia un parte que hay junto a la estación. Es un parque limpio y ordenado que se encuentra junto a la bahía de Hudson. Está anocheciendo. Junto a Izas hay una persona muy importante que por desgracia nunca llegué a conocer, así que, por timidez, saludo de manera no demasiado efusiva a esa persona El parque por el que estamos caminando bordea un empinado acantilado de rocas de plástico sobre el cual se alza imponente una ciudad medieval del mismo material. Las murallas se elevan por decenas de metros de altura, y sobre ellas se alzan las fantásicas torres puntiagudas de las iglesias y castillos del centro histórico; todo del mismo plástico gris, igual que las humildes casas que se apretujan sobre las empinadas callejuelas. “El centro histórico de Iruña”, me confirman.

Eso en cuanto a la ciudad que queda al oeste del parque, si bien un poco más adelante el parque que bordea la ciudadela desaparece (aunque el camino prosigue y entra en el recinto fortificado por un pórtico/túnel excavado en la roca), quedando las murallas expuestas a la percusión directa de las olas del mar.

Al otro lado de la ría, hacia el este, en la orilla contraria, queda una hermosa ciudad centroeuropea con elegantes edificios afrancesados, algunas chimeneas de ladrillo del siglo XIX y la catedral de Viena. “Donosti”, digo. “Si miras bien, comprobarás que se trata de Bilbo”-me corrigen. Miro otra vez al otro lado de la ría y compruebo en efecto que los edificios afrancesados y la catedral de Viena ya no están. En su lugar se hallan el centro Guggenheim, bosques de chimeneas y otros edificios industriales, modernos apartamentos londinenses. Tienen razón. Asiento con la cabeza y me avergüenzo de mi soberbia.

Al norte de la ciudad, la ría desemboca en la bahía de Hudson, al fondo de la cual se alzan espectacularmente los rascacielos de Manhattan, donde ya es de noche. Desde el punto donde me encuentro se contemplan simultáneamente el centro histórico de Pamplona, la ría de Bilbao, el centro de San Sebastián alternándose con el de Bilbao, el río Hudson, la Bahía de Manhattan y Nueva York. Es un espectáculo sublime y así se lo hago saber a mis acompañantes.

La otra persona que está junto a Izas me pregunta si es la primera vez que visito el País Vasco. Le digo que conocí Navarra cuando visité a Izas unos años atrás, pero que ardo en ganas de conocer las otras ciudades. Seguimos conversando en torno a ese tópico mientras caminamos en paralelo a la ría, por el parque, hacia el centro histórico de Iruña. Me alegro de haber conocido a esa persona, aunque haya sido de esta manera tan onírica y tan breve.

jueves, 28 de febrero de 2013

EL CAIRO, MÉXICO


Se sale del aeropuerto por un laberinto de angostos túneles cuyo ambiente recuerda a los de las minas de la película Indiana Jones y el Templo Maldito, aunque no es fácil perderse porque los túneles están bastante bien señalizados. A ambos lados de cada uno de los túneles los vendedores ofrecen a los turistas los productos típicos del lugar, como por ejemplo un adorno de broma que consiste en una serpiente viva atada que cae del techo justo delante de cada persona que pasa e instantáneamente se esconde, asustándo a esa persona pero sin llegar a tocarla ni herirla. En otros puestos se pueden degustar alimentos locales, tales como el queso negro noruego y el queso manchego.

Al terminar el túnel, aparece uno en la parte de arriba de una bella montaña cubierta de vegetación mediterránea. Desde allí hasta el cercano centro de la ciudad, que se encuentra abajo, se desciende por una calle muy pintoresca flanqueada por casas de campo que alojan restaurantes elegantes de comida local, la cual consiste fundamentalmente en precioso kebab en el que la salsa de yogur típica de este plato se sirve encima de la carne (que a su vez se sirve encima de la pita) en espiral ascendente, como el helado de cucurucho que sale de una máquina. Desde las terrazas de los restaurantes se aprecian fenomenales vistas de la ciudad: una enorme llanura cubierta de adosados blancos de dos pisos que se extiende formado un damero que parece ilimitado. Excepto en la montaña, la naturaleza está totalmente ausente de la ciudad, pero en algunos lugares quedan parcelas cuadradas de desierto sin construir que hacen la función de parque y donde los niños juegan sobre las dunas.

El centro histórico de la ciudad es una combinación del de Granada y el de Córdoba. La plaza principal es la plaza de la Corredera, Córdoba, hermosa plaza porticada rodeada de casas rojas y amarillas. Sin embargo, la calle principal es una estrecha calle en cuesta, llena de tiendas y cafeterías, procedente de un barrio de Granada que recibe mucha inmigración árabe. Conforme se va ascendiendo por la calle, ésta se va haciéndo todavía más estrecha, hasta que finalmente la calle entra por la ventana de la parte de atrás de una casa palaciega de campo bávara y desaparece en su elegante salón decimonónico. En el interior de esa casa bávara hay una gran cantidad de trampas, compuertas y trucos que sorprenden al visitante: suelos de papel que se rompen, haciendo caer al forastero al piso de abajo, enemigos que aparecen por sorpresa después de repentina explosión acompañada de mucho humo, etc. Si bien, ninguna de las trampas es mortal.

Se sale del edficio por una cerca negra de hierro, pero al atravesar al verja se da uno cuenta de que no ha salido al exterior sino que ha entrado en una casa exactamente igual que la anterior. Aquí se tiene que pasar la prueba definitiva, que es comer palomitas en un sillón mientras se contempla como una mujer de la que uno ha estado profundamente enamorado se enrolla en el sillón de al lado con un ciudadano local y practica una especie de acto sexual de gradación media que ambos consuman con la ropa puesta. Si se supera esta prueba, se consigue el premio especial que consiste en poder salir al balcón de la casa, desde el cual se contempla una vista general maravillosa de los amplios jardines del Palacio de Versalles.

domingo, 17 de febrero de 2013

MURCIA

Estoy esperando a Joan Llabata un domingo por la noche en el parking de un enorme centro comercial construido en las montañas cerca de la ciudad de Murcia. Ya han cerrado y la zona está desierta, aunque quedan algunos coches aparcados y de vez en cuando pasa algún automóvil por la carretera. El edificio recuerda a la vez al Tesco de Cheltenham y a un hostil presidio de ladrillo rojo de un barrio pobre neoyorkino. El mar queda unos kilómetros detrás del edificio, al fondo. Aproximadamente en un noventa por ciento de la playa es totalmente noche, pero más o menos en el otro diez por ciento es mediodía y hace un tiempo formidable, aunque no hay nadie en la orilla ni bañándose.

Como estoy cansado de esperar a Joan Llabata, quien no cesa de no presentarse pese a mis continuos cabinazos, y tengo que volver pronto a Valencia, llamo un taxi para ir hasta la estación de autobús de Murcia. Aunque en realidad, creo que Murcia queda bastante cerca y supongo que podría haber ido caminando. El taxista me explica que la ciudad, gracias a la especulación inmobiliaria, ha experimentado en los últimos años un desarrollo superior a Hong Kong.

Llegamos en unos minutos al centro de Murcia, que se encuentra en un valle tan abrupto que bien se le podría considerar fosa, sima o abismo horadado en las escarpadas pendientes de las montañas. En ese recoveco noturnal se concentran una gran cantidad de modernísimos rascacielos, la mayoría de los cuales alojan hoteles.

Los rascatas se apretujan tanto entre ellos o unos sobre otros que apenas dejan espacio para calles, así que las pocas vías que quedan entre los edificios son empinadas callejuelas empedradas de un oxidado pueblo japonés pobre de montaña, pero la mayoría del tráfico rodado utiliza túneles y pasajes que van por dentro o debajo de los edificios y que están decorados con alfombra roja y lámparas de araña, quedando las elegantes recepciones de los hoteles y las escaleras de entrada al patio de los apartamentos a ambos lados de los pasillos.

Maravillándome estoy ante el espectáculo cuando veo a Joan Llabata salir todo fumado de uno de los patios de apartamentos, así que ordeno al taxista parar y me despido de él con una suave reverencia. Joan Llabata se encuentra acompañado de dos colegas y su novia. Precisamente se dirigía a Valencia en autobus nocturno privado, por lo cual podemos volver juntos.

sábado, 16 de febrero de 2013

AMBERES

Participo durante 15 minutos en un partido de fútbol en el estadio con dos saques de córner (uno casi acaba en gol directo, pero el portero despeja con la punta de los dedos), un pase corto al pie del compañero y un disparo que rebota en un contrario y da en el poste. Después, estoy caminando por los alrededores del estadio donde se concentran numerosos aficionados ultras del Inter de Milán. Tienen medio bloqueadas las vías de tren, y como he de pasar por en medio de un grupo de ellos, temo por mi seguridad social y mi estado del bienestar. Varios están horneando pizzas caseras en puestos nazis improvisados junto a las vías, formando un pequeño mercado, y cuando me descuido me doy cuenta de que hay pizzas confeccionándose en todas partes: en las aceras, dentro de los bares, en los balcones de los hoteles; la realidad se ha cubierto de pizzas. Me comenta un italiano que proviene de un pueblo olvidado de Italia y que no tiene nada que ver con ellos, que es costumbre entre los seguidores de ese equipo preparar varias docenas de pizzas caseras y cocinarlas justo antes de los partidos fuera de casa, para venderlas a precio ridículo o regalárselas a sus compañeros.

Seguimos caminando hasta llegar a un amplio río que cuenta con sencillos pero bellos jardines en los costados de su lecho. Los edificios que flanquean el río son casas clásicas georgianas (pero sin rehabilitar) de Londres y Bath; el río en sí es el Katsuragawa a su paso por Arashiyama (Kioto, Japón). Seguimos caminando por el jardín al costado del río en paralelo a éste, hasta llegar a un punto en el que el río penetra en un túnel con bóveda de cañón de cemento. La vegetación ahora es más salvaje, predominan estalactitas vegetales y extrañas flores minerales; hay algunas aves prehistóricas, debajo de la bóveda está nevando pero fuera no. El italiano sigue hablando por el móvil, y el camino ha ido estrechándose hasta ser tragado poco a poco por la vegetación y por el río y ya es casi imposible seguir avanzando. Hay que volver a la ciudad.
 
Un autobús de línea ha entrado en el túnel por la zona del río más cercana a la orilla. Le pregunto al conductor que a dónde va. A la ciudad. ¿Qué ciudad es? Una ciudad centroeuropea. ¿Cuánto tarda? Quince minutos. Subimos, el autobús da la vuelta y se dirige al centro urbano cirulando por encima del río, que ahora está casi totalmente cubierto de nieve y de grandes rocas negras. Cuando me pregunto cómo lo hará para poder seguir avanzando sobre un suelo tan hostil, el italiano me comenta que el autobús está equpidado con ocho ruedas gigantescas en cada flanco; cuando llegamos a la ciudad es de noche, se ha acabado el partido, el elegante bulevar residencial estilo inglés se encuentra totalmente desierto.